lunes, 18 de junio de 2012

Las “creencias de una mujer” que nos gobierna, según Sarlo

"Yo no la conozco a la presidenta, la vi una sola vez en mi vida,
así que no podría y me resisto a hacer ningún análisis de carácter psicológico.
No la conozco y no estoy en capacidad de hacerlo".
Beatriz Sarlo en "Código político".
(Jueves 14 de junio de 2012). 

El pasado jueves, la columnista Beatriz Sarlo desplegó en las páginas de La Nación una serie de cuestionamientos a la presidenta Cristina Kirchner. Es inútil buscar una estructura argumentativa en ese texto. Lo que puede leerse allí es un testimonio subjetivo, uno más, no muy lejano de las manifestaciones de los caceroleros que, con menos recursos expresivos, se manifiestan frente a los micrófonos de los movileros, apenas antes de comenzar a golpearlos. El hilo conductor entre estas gentes de pro y la articulista es, sencillamente, la indignación. (Y diríamos, también, la impotencia).
Sucede que a Sarlo le molesta todo de Cristina. Por caso, que intercale referencias autobiográficas en sus discursos; que tome medidas “inesperadas”; que remodele la Casa Rosada y deje huellas “caprichosas”; que no defina la sucesión presidencial, ahora, ya.
Sucede, también, que ella, Sarlo, al igual que los caceroleros, desprecia la investidura presidencial. Para ellos (y ella), Cristina es una suerte de okupa a la que se insiste en recordarle “el carácter temporario” de su cargo, cuando sólo han transcurrido seis meses de mandato.
Sarlo no comparte las ideas ni las convicciones de la Presidenta, no la toma en serio y la define como: “una mujer con creencias”. ¿Desde dónde habla Sarlo, quién la soporta o sostiene para ser tan altiva y descalificadora? Demasiada soberbia o resabio de una mirada aristocrática, parece.
A Sarlo le molesta que la Presidenta hable todo el tiempo. Tal vez lamente que “la muerte la mató tan mal”, y no logró callarla. O que su palabra tenga un enorme poder performativo, que se traduzca en hechos. Porque Sarlo se mantiene, cautelosamente, al margen de esos hechos que transforman nuestra realidad y prefiere merodear la subjetividad de Cristina, sus discursos, a la búsqueda de un fallo, de un costado débil expuesto al reproche.
Veamos esta frase: “No haré ninguna caracterización psicológica porque, precisamente, quisiera evitar ese giro subjetivo”. Bien ahí, como ya explicó, no la conoce y no está en capacidad de hacerlo. El problema es que sigue, y dice: “Los adjetivos sobran porque todos los conocemos. El peor de ellos es ególatra.” Y sí, su animosidad la pierde, se va de boca.
Todo le sirve a ella (a Sarlo, esta tipa despectiva) para morder sin cuestionamientos de fondo, empeñada en volar bajo rozando la espuma de las argumentaciones comprensibles para los lectores de La Nación, la tribuna donde acabó encallando sus propios sueños de convertirse en una autoridad intelectual. No levanta vuelo, merodeando el uso de un avión oficial para transportar a un hijo de la Presidenta ante una emergencia, objeción que ya le ocasionó un ridículo a su colega Tenembaum. Se equivoca al no entender que Cristina es una persona pública, con responsabilidades institucionales, que, además, tiene una vida privada.
Resentida y condenada a la marginalidad testimonial tanto como le sucede a su referencia política (Elisa Carrió, una suerte de anomalía inane que persiste), la tipa gira en torno de su objeto: Cristina. Sucede que Sarlo se debe a su público, que no es ya la minoría atenta (estudiantes o profesores, a menudo militantes) probablemente formada en la cultura de izquierda, que seguía sus intervenciones en “Punto de vista”. Los tiempos, sus canales de expresión y sus lectores han cambiado. Ya no vale referirse a Bajtin o Bourdieu. No. El público al que esta mujer ahora procura interesar está fuertemente sesgado hacia la derecha más reaccionaria (¿inculta?), la que se referencia en las páginas de La Nación, allí donde ella comparte nómina con Carlos Pagni y Luis Majul. (Sí, ese es el contexto intelectual donde ahora expone sus saberes. ¡Minga de Portantiero o Aricó!).
Este nuevo público no reclama análisis de discurso ni crítica cultural (aunque la tipa insiste), sino aportes a la lucha en el barro de la política cotidiana. Sarlo responde con apelaciones al sentido común del lector promedio opositor, lo que comprende halagos al antiperonismo más elemental, antipolítica en dosis calculadas, borrado de la historia y fuertes críticas al kirchnerismo. Y misoginia, claro, manifestando su rechazo hacia esa, otra, mujer que ocupa (y toma decisiones) desde (y aún sobre) La Rosada.
Sería interesante que una encuesta precisara quién es Beatriz Sarlo para los lectores de La Nación, saber si le reconocen algún mérito como intelectual, si la inscriben en alguna tradición cultural o política, o si simplemente la leen como a otra periodista cualquiera que intenta expresarlos/consolarlos/excitarlos. Diríamos, ¿cuál es el capital simbólico de esa firma para los lectores de ese diario, en dónde arraiga su autoridad? Ese sapo de otro pozo ya ha perdido el interés que se le dispensa a quienes han cambiado de bando. Hace tanto que está allí que sólo se la mide por su eficacia a la hora de provocar efectos. Y en este punto: ¿por qué no se permiten los comentarios a las notas de Sarlo, así como no se permite comentar las invectivas que firma Joaquín Morales Solá? ¿Qué se oculta allí? ¿A qué obedece esta defensa del “monodiscurso” de parte de aquellos que le reclaman conferencias de prensa a Cristina?
Atacar a Cristina en su subjetividad, precisamente, era y es un ejercicio decadente (vulgar), especialmente después del elocuente resultado electoral del 23 de octubre, para quienes presumen de intelectuales republicanos respetuosos de las instituciones. En rigor, la única crítica conducente sería la que formule una construcción política que pudiera desafiar al kirchnerismo como expresión de las mayorías en nuestro país. Algo que Carrió no habrá de ofrecernos. Y Sarlo lo sabe, y de allí su prepotencia cacerolera.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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